21 de noviembre de 2009

El amor siempre ocurre después, en retrospectiva.


Sabe a sal, a sudor, a sargazo. Cuando la palabra sargazo se detiene dentro de su cabeza, él también se inmoviliza. Nunca ha probado el sargazo antes; no tiene la menor idea de cuál es su sabor o su olor o su textura. Pero el sexo de la mujer, está seguro, sabe a sargazo. Huele a sargazo. Tiene la textura del sargazo. Y él se hunde dentro del sargazo como dentro de un sabor recién inventado o descubierto o bautizado. Un bosque de sargazos. Se lo dice después así, en voz baja, "sabes a un bosque de sargazos", y la mujer no hace otra cosa más que sonreírse en siencio, como si estuviera a solas. Como si todo mundo supiera que el sexo femenino es un bosque de sargazos y él fuera el último en haberse dado cuenta de ello. Y, a solas, precisamente a solas, siempre a solas, la mujer abre las piernas con suma naturalidad, como si en realidad estuviera haciendo otra cosa o desgajándose justo a tiempo, y observa al hombre que introduce la lengua, la nariz, un dedo, dos, su sexo mismo, en el bosque de sargazos.
–Y tu sabes a hombre –le dice luego de un rato sin abrir los ojos.
Su comentario lo hace sonreír también. La perfección de la tautología. Se incorpora sobre la cama; la ve. Coloca dos de sus dedos dentro de su propia boca masculina y repara el equívoco: ahora el no sabe a hombre sino a mujer.
–Y a ti –susurra– También sé a ti.
Y coloca los mismos dedos dentro de la boca de la mujer. El sabor. El saber. La ambivalencia de un verbo.
No sabe cómo llegó a ese momento. Si se lo preguntaran ahora, si le preguntaran cómo llegó a introducir sus dedos primero en el sexo que es un bosque y un bosque de sargazos y, luego, en la boca femenina, no sabría que responder.
Si le preguntaran lo que sabe tendría que cerrar los ojos e inventar un universo ajeno.
Cristina Rivera Garza
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